Las sinuosas y estrechas calles eran como un
laberinto sin salida que la encerraban, impidiéndole regresar al mundo del cual
venía, obligándola a permanecer oculta, entre aquellas antiguas y olvidadas calles.
La niña ya no contaba el tiempo transcurrido,
simplemente, para ella no existía desde hacía mucho rato. Estaba harta de
correr perdida buscando su liberación, cuando el cansancio venció la batalla a su
frágil cuerpo.
Tenía hambre, frio y sueño, pero sobretodo
lloraba a sus padres y deseaba estar de nuevo con ellos. Encontró un rincón en
una de esas malditas calles y decidió descansar. De repente oyó unos pasos que
se acercaban hasta ella, se asomo con cuidado sin ver a nadie. Los pasos cada
vez mas fuertes ni se detenían ni cambiaban de sentido, iban hacia ella,
cautelosos, sin prisa. A estos se sumó una pesada y entrecortada respiración,
ahogada. Volvió a asomarse desde su rincón pero tampoco consiguió ver nada.
Los nervios le aceleraron su corazón infantil
haciéndola sudar copiosamente, su cuerpo temblaba como las hojas, las lágrimas
le saltaban los ojos y casi no le entraba oxigeno, el miedo la asfixiaba. Cuando
creyó que no lo resistiría, un señor mayor con la espalda curvada apareció. La niña
más relajada salió de su escondite para preguntarle por la salida, cuando sin
saber cómo ni porque aquel hombre desapareció.
Era inútil buscarle, así que siguió su
camino. Se encontraba en la parte más antigua y desconocida de la ciudad. No
terminaba nunca. Sus calles se alargaban, multiplicaban y estrechaban, provocándole
en ocasiones claustrofobia y ansiedad.
Se acercaba a las porterías y llamaba a los
timbres, pero nunca contestaba nadie, cuando levantaba la vista solo veía ventanas
y balcones cerrados con persianas caídas, ignorando su existencia. Y tampoco había
fuentes en las calles, ni arboles, ni flores, ni plantas, ni siquiera conseguía
oír a los pájaros. Sencillamente, no había vida.
De repente el viento se levantó y con él su
invisible voz. Soplaba y rugía por las calles levantando el polvo del suelo y dificultándole
la visión y avance. A ratos formaba diminutos tornados que giraban a su
alrededor, hablándole en un lenguaje muy antiguo pero incomprensible. Otras su
lenguaje aparecía en forma de silbidos agudos, asustándola. Y otras tan solo le
provocaba frio.
Cuando el viento creyó que ya se había divertido,
se fue, dejándola sola de nuevo. Pero lo que vino después fue peor, pues era la
noche a quien le tocaba el turno. Por suerte las farolas que colgaban de
aquellas paredes góticas se encendieron, iluminando su búsqueda.
La noche devolvió la vida a esas calles,
haciendo que los animales nocturnos salieran, curiosamente empezaban a verse
perros buscando entre la basura. Durante el día permanecieron escondidos. Ella tuvo
mucho miedo pues estaban muy hambrientos. Se peleaban entre ellos, con las
babas resbalándole por las comisuras de sus enormes bocas, con aquellos
colmillos afilados y largos y los ojos rojos de ira, se amenazaban y luchaban
por la comida. A ella no la vieron, de hecho nadie la veía, y no tuvo problema
alguno.
Continuo su avance, llego hasta un bar con
gente, no del todo lleno. Entro y nadie se fijo en ella, nadie le pregunto,
nadie la miro, nadie le dijo nada. Ella hablaba con la gente y les preguntaba dónde
estaba la salida, pero nadie le respondía, lloraba y daba lo mismo. No existía para
nadie de allí.
Desesperanzada se fue. Siguió avanzando entre
aquellas calles hasta que escucho unas voces, se detuvo a mirar. Le parecían familiares
y se acerco a ver quiénes eran.
Se emociono cuando sus ojos vieron que
aquellas voces eran las de sus padres. Pero algo más ocurría, pues lloraban y
gritaban su nombre, luego se abrazaban entre ellos, y finalmente se arrodillaban.
También había policía que intentaba hablarles. La niña fue corriendo hasta ellos
y lo que vio la horrorizo.
Tendida sobre el frio suelo, lleno de sangre
y con los órganos internos esparcidos por doquier, yacía su infantil cuerpo.
Liliana Castillo Girona
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