diumenge, 12 de gener del 2014

ANTIGUO ENEMIGO

De repente un brusco ataque de tos le sorprendió impidiéndole avanzar. Tuvo que detenerse y sentarse en un banco de la calle a esperar que esos molestos y pesados accesos de tos, le liberaran, devolviéndole por poco tiempo a su estado habitual. Creyendo que un simple catarro muy normal en él le había atacado, decidió acercarse hasta la farmacia de su barrio para comprar la panacea, que le aliviaría y sanaría de cualquier mal.

Avanzando por la calle se fijó en la gente, que al igual que él paseaban. Pero algo raro empezó a ver, pues algunos de aquellos transeúntes se tambaleaban y caían, intentando inútilmente encontrar algún soporte. Otros, sufrían violentos ataques de tos acompañados de vómitos muy espesos y negros, mientras que los más afortunados yacían en el suelo, inmóviles, muertos.

Se asusto y empezó a correr. Ya había llegado a la farmacia y cuando entró un ligero mareo le desequilibro. Se apoyo en la puerta de entrada pues sus piernas difícilmente le sostenían. Sin esperarlo unos escalofríos le hicieron estremecerse, mientras se paseaban por su espalda, acompañados de un extraño sudor frío.

La cabeza le daba vueltas como un carrusel, a la vez que le ardía y dolía. Casi no podía mover la espalda, estaba rígida por el dolor, el cual le inmovilizó. El corazón le latía con fuerza, como si quisiera reventarle el pecho, para liberarse de aquel cuerpo enfermo. A duras penas el oxígeno le llegaba a sus pulmones, quería gritar, pedir ayuda, lo que fuera, pero sus cuerdas vocales tampoco obedecían. Solo el cerebro era consciente, muy consciente de su estado, haciéndole único protagonista de aquella dantesca situación.

Y cayó al suelo. Su cuerpo era un títere a voluntad de aquella misteriosa enfermedad. Los molestos ataques de tos volvieron pero esta vez acompañados de vómitos sanguinolentos. No sabía cómo se había contaminado ni como aquel terrible virus había invadido el aire de la ciudad. Estaba desesperado. Tirado en el suelo y con los ojos fijos en el techo, sentía las batallas en el interior de su cuerpo. Las células le explotaban provocándole desgarros y hemorragias. Los órganos se deshacían, se licuaban, él lo intuía, lo notaba. El estomago se convulsionaba y los vómitos de sangre eran más abundantes y violentos.

De sus ojos salían lágrimas de sangre, las venas de su nariz se rompían y la piel empezaba a desgarrarse, a separarse de su cuerpo, cayéndole a tiras. Horribles erupciones cutáneas le deformaban con granos y pústulas que estallaban cuando se hinchaban, derramando un líquido verdoso de penetrante olor fecal. Las uñas se rompían y el pelo se separó del cuero cabelludo, mostrando un cráneo lleno de sangre. Cuando creía que ya no podía sucederle nada peor, perdió el control de esfínteres y las heces no solo escaparon por su roto ano, sino que los vómitos de sangre dieron paso al resto de materia fecal. Sus intestinos habían reventado.

Solo quería morir. Sintió un inmenso calor en su pecho mientras el corazón le golpeaba con fuerza, demasiada fuerza. Ya no podía respirar. Sus ojos ya no conseguían ver ni distinguir nada. Poco a poco el calor de su pecho desapareció convirtiéndose en un témpano de hielo, mientras que aquellos fuertes y enérgicos latidos de su corazón, se alejaban, hasta que su activo pecho, calló, entrando en el silencio y descanso eterno.

Liliana Castillo Girona

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