De
repente un brusco ataque de tos le sorprendió impidiéndole avanzar. Tuvo que
detenerse y sentarse en un banco de la calle a esperar que esos molestos y
pesados accesos de tos, le liberaran, devolviéndole por poco tiempo a su estado
habitual. Creyendo que un simple catarro muy normal en él le había atacado,
decidió acercarse hasta la farmacia de su barrio para comprar la panacea, que le
aliviaría y sanaría de cualquier mal.
Avanzando
por la calle se fijó en la gente, que al igual que él paseaban. Pero algo raro
empezó a ver, pues algunos de aquellos transeúntes se tambaleaban y caían, intentando
inútilmente encontrar algún soporte. Otros, sufrían violentos ataques de tos
acompañados de vómitos muy espesos y negros, mientras que los más afortunados yacían
en el suelo, inmóviles, muertos.
Se
asusto y empezó a correr. Ya había llegado a la farmacia y cuando entró un
ligero mareo le desequilibro. Se apoyo en la puerta de entrada pues sus piernas
difícilmente le sostenían. Sin esperarlo unos escalofríos le hicieron
estremecerse, mientras se paseaban por su espalda, acompañados de un extraño
sudor frío.
La
cabeza le daba vueltas como un carrusel, a la vez que le ardía y dolía. Casi no
podía mover la espalda, estaba rígida por el dolor, el cual le inmovilizó. El corazón
le latía con fuerza, como si quisiera reventarle el pecho, para liberarse de
aquel cuerpo enfermo. A duras penas el oxígeno le llegaba a sus pulmones,
quería gritar, pedir ayuda, lo que fuera, pero sus cuerdas vocales tampoco obedecían.
Solo el cerebro era consciente, muy consciente de su estado, haciéndole único protagonista
de aquella dantesca situación.
Y
cayó al suelo. Su cuerpo era un títere a voluntad de aquella misteriosa
enfermedad. Los molestos ataques de tos volvieron pero esta vez acompañados de
vómitos sanguinolentos. No sabía cómo se había contaminado ni como aquel terrible
virus había invadido el aire de la ciudad. Estaba desesperado. Tirado en el
suelo y con los ojos fijos en el techo, sentía las batallas en el interior de
su cuerpo. Las células le explotaban provocándole desgarros y hemorragias. Los órganos
se deshacían, se licuaban, él lo intuía, lo notaba. El estomago se
convulsionaba y los vómitos de sangre eran más abundantes y violentos.
De
sus ojos salían lágrimas de sangre, las venas de su nariz se rompían y la piel
empezaba a desgarrarse, a separarse de su cuerpo, cayéndole a tiras. Horribles
erupciones cutáneas le deformaban con granos y pústulas que estallaban cuando
se hinchaban, derramando un líquido verdoso de penetrante olor fecal. Las uñas
se rompían y el pelo se separó del cuero cabelludo, mostrando un cráneo lleno
de sangre. Cuando creía que ya no podía sucederle nada peor, perdió el control
de esfínteres y las heces no solo escaparon por su roto ano, sino que los vómitos
de sangre dieron paso al resto de materia fecal. Sus intestinos habían reventado.
Solo
quería morir. Sintió un inmenso calor en su pecho mientras el corazón le
golpeaba con fuerza, demasiada fuerza. Ya no podía respirar. Sus ojos ya no conseguían
ver ni distinguir nada. Poco a poco el calor de su pecho desapareció convirtiéndose
en un témpano de hielo, mientras que aquellos fuertes y enérgicos latidos de su
corazón, se alejaban, hasta que su activo pecho, calló, entrando en el silencio
y descanso eterno.
Liliana Castillo Girona
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