Desde
la ventana de la cafetería de la estación el espectáculo que presenciaban mis
ojos era Dantesco. El viento lanzaba con extrema violencia todo lo que se
encontraba a su paso, formando peligrosos remolinos de objetos que si no
chocaban entre ellos se estrellaban contra los trenes, el techo y los cristales
de la cafetería. Por suerte éstos resistieron estoicamente, aunque no se podía
decir lo mismo de algunos trenes, ya que perdieron las antenas que conectan con
la catenaria.
El
miedo y la sorpresa me inmovilizaron impidiendo levantarme y obligándome a
seguir presenciando aquel momento infernal.
El
viento continuaba su danza macabra golpeando no solo objetos, sino también
personas, que, desesperadas intentaban refugiarse sin conseguirlo. Corrían,
pero el cruel viento siempre impedía su inútil avance, permaneciendo éstos en
el mismo lugar, que, a solas con su desesperación, solo podían gritar y llorar.
Golpeados sin cesar: en la cabeza, los brazos, las piernas, el cuerpo; caían,
sangraban, se rompían. Algunos ya parecían muertos, pues echados sobre el frío
suelo, no se apreciaba movimiento.
De
repente un violento relámpago estalló contra la estación, provocando temblor en
los cristales mientras las oscuras nubes descargaban con furia y violencia su torrencial
llanto. El agua se convirtió en proyectiles de hielo bombardeándonos sin
miramiento y con un único fin: la destrucción. Por suerte éste no duró mucho,
cuando creí que todo ya había pasado, las nubes se espesaron provocando una
contundente y torrencial lluvia.
La
humedad de la lluvia dio pasó al frío que rápidamente entró en mi interior
provocándome un peligroso descenso de la temperatura corporal. Temblaba sin
poder defenderme. El frío, la humedad, el viento y el agua fueron implacables.
Casi al punto de la inconsciencia el agua cesó, pero la niebla apareció. Estaba
más recuperada y quería salir de allí al ver que granizo, agua y viento cesaron.
La niebla no me inquietaba tanto. Cuando me dispuse a abandonar la cafetería,
las oscuras y negras nubes convirtieron la espesa y blanca capa de niebla en
oscuridad tenebrosa, abandonándonos a todos los escondidos en la cafetería, en
un mundo sin vida.
Cerré
los ojos para no ver. De repente una lejana pero insistente voz me llamaba,
aunque no por mi nombre. Cuando abrí los ojos, vi al revisor pidiéndome el
billete. Me encontraba en el tren, camino de casa. Todo había sido un sueño,
muy real e intenso, pero solo un sueño.
Liliana Castillo Girona
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