Estábamos emocionados pues era la primera vez que
nos destinaban a una misión de exploración por la región más salvaje y
desconocida de Europa. Había llegado la hora de enfrentarnos a una situación
real.
No se trataba de una misión de rescate y tampoco
estábamos en guerra solo debíamos trazar y marcar las carreteras, caminos y
pueblos de aquella zona de los Cárpatos, con el fin de actualizar mapas ya obsoletos.
Aunque no era una misión peligrosa en sí
misma, sí era dura, pues teníamos que recorrer muchos kilómetros a pie sin
refugio alguno, en plena naturaleza, y acompañados por los drásticos cambios climáticos.
Tras los preparativos nos pusimos en marcha. Éramos ocho,
cada uno especializado en un tema diferente para poder ayudarnos y defendernos
de posibles peligros imprevistos. Llevábamos comida, medicamentos y todo tipo
de aparatos para hacer mediciones, fotografías y contactar vía satélite.
Hacía varios días que explorábamos el territorio,
cuando nos sorprendió una aldea al salir del bosque. Al principio creíamos que
estaba abandonada pero a medida que nos acercamos, vimos los aldeanos
trajinando con sus quehaceres habituales.
Era una aldea antigua. Las calles empedradas y
estrechas formaban un laberinto de subidas y bajadas, sin rumbo definido.
Las casas también de piedra parecían esconder oscuros
misterios tras su estructura, mientras que sus dueños, espiaban desde unas
ventanas que nos parecieron eternamente cerradas. De las puertas de entrada
colgaba una cruz invertida de madera, con hojas secas en su extremo.
El fotógrafo de nuestro grupo lo documentaba todo
con su cámara, mientras que el técnico de GPS, marcaba los puntos principales,
trazando las diferentes rutas de las calles por las que pasábamos.
Al cabo de un rato nos encontramos con la plaza del
pueblo, decorada con bancos, algunos juegos para los niños y una fuente en el
centro. Decidimos descansar un rato.
Mientras charlábamos se acercó una señora algo mayor
sujetando un cesto lleno de comida y muy amable nos invitó a pasar la noche en
su posada. Sin pensarlo demasiado fuimos con ella.
La posada era agradable, todo era de madera, con
grandes mesas y bancos en lugar de sillas, las paredes de lo que parecía el
comedor estaba decorada con cabezas de animales y extraños cuadros. A un lado
estaba la barra del bar, algo sucia y llena de botellas y al fondo estaba la
chimenea, una enorme chimenea encendida con un fuego muy cálido y agradable. En
el centro del comedor había una mesa muy larga, con dos bancos a ambos lados de
ésta.
Nos sentamos a cenar cerca de la chimenea. Todo parecía
normal, no había nada que nos hiciera sospechar lo que el destino nos deparaba.
El cansancio nos hizo prisioneros y la amable
posadera nos acompañó a nuestras habitaciones.
Me despedí de mis compañeros hasta la mañana
siguiente. Estaba agotado y por una vez en varios días podría dormir sobre un colchón.
Deseaba acostarme y cerrar los ojos pero cierta intranquilidad no me permitía
conciliar el sueño. Pensé durante un rato.
El cuerpo me dolía, los párpados me pesaban y los
ojos me ardían. Finalmente el cansancio venció a la inquietud interior, adentrándome
en los dominios del todopoderoso Morpheo.
No recuerdo exactamente cuándo ocurrió, pero me desperté
sobresaltado al oír gritos y golpes de la habitación de al lado. Me incorporé
para ir a ver a mi compañero, pensaba que tenía una cruel pesadilla.
Cuando salí de mi habitación, resbalé y caí de
espaldas, en el suelo había un liquido pegajoso y caliente, que al fijarme en
él, vi que era sangre. Asustado corrí hasta la habitación de mi compañero y
cuando entré no le reconocí.
Le habían cortado los brazos y las piernas y los habían
esparcido todo por el suelo, mientras que la cabeza estaba sobre la mesa, con
la boca llena de los dedos que también le habían mutilado.
Salí de la habitación horrorizado. Me detuve un
instante para recuperarme de la impresión, cuando observé que las paredes del
pasillo, estaban todas salpicadas de sangre y de las lámparas colgaban lo que parecían
los intestinos de mis compañeros.
Bajé corriendo al comedor de la posada, y aún me
horroricé más, pues uno de mis compañeros estaba colgado de un gancho, mientras
que dos hombres fornidos lo destripaban y desollaban, entregándole los órganos
y los pedazos de carne que desgarraban a la posadera para que los cocinara y
los sirviera de alimento a sus comensales, que impacientes y hambrientos
esperaban sentados a lo largo de la mesa de aquel comedor infernal.
Lo que os explico ahora es lo único que recuerdo, porque
no sé como conseguí salir de aquella aldea de caníbales. Solo recuerdo que desperté
en la cama del campamento de entrenamiento y mis superiores esperaban un
informe detallado, de lo que les sucedió, al resto de mis compañeros.
Liliana Castillo Girona
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