dijous, 5 de desembre del 2013

LA ALDEA


Estábamos emocionados pues era la primera vez que nos destinaban a una misión de exploración por la región más salvaje y desconocida de Europa. Había llegado la hora de enfrentarnos a una situación real.
 

No se trataba de una misión de rescate y tampoco estábamos en guerra solo debíamos trazar y marcar las carreteras, caminos y pueblos de aquella zona de los Cárpatos, con el fin de actualizar mapas ya obsoletos.  Aunque no era una misión peligrosa en sí misma, sí era dura, pues teníamos que recorrer muchos kilómetros a pie sin refugio alguno, en plena naturaleza, y acompañados por los drásticos cambios climáticos.
 
 
Tras los preparativos nos pusimos en marcha. Éramos ocho, cada uno especializado en un tema diferente para poder ayudarnos y defendernos de posibles peligros imprevistos. Llevábamos comida, medicamentos y todo tipo de aparatos para hacer mediciones, fotografías y contactar vía satélite.
 

Hacía varios días que explorábamos el territorio, cuando nos sorprendió una aldea al salir del bosque. Al principio creíamos que estaba abandonada pero a medida que nos acercamos, vimos los aldeanos trajinando con sus quehaceres habituales.

 
Era una aldea antigua. Las calles empedradas y estrechas formaban un laberinto de subidas y bajadas, sin rumbo definido.
 

Las casas también de piedra parecían esconder oscuros misterios tras su estructura, mientras que sus dueños, espiaban desde unas ventanas que nos parecieron eternamente cerradas. De las puertas de entrada colgaba una cruz invertida de madera, con hojas secas en su extremo.
 

El fotógrafo de nuestro grupo lo documentaba todo con su cámara, mientras que el técnico de GPS, marcaba los puntos principales, trazando las diferentes rutas de las calles por las que pasábamos.
 

Al cabo de un rato nos encontramos con la plaza del pueblo, decorada con bancos, algunos juegos para los niños y una fuente en el centro. Decidimos descansar un rato.

 
Mientras charlábamos se acercó una señora algo mayor sujetando un cesto lleno de comida y muy amable nos invitó a pasar la noche en su posada. Sin pensarlo demasiado fuimos con ella.

 
La posada era agradable, todo era de madera, con grandes mesas y bancos en lugar de sillas, las paredes de lo que parecía el comedor estaba decorada con cabezas de animales y extraños cuadros. A un lado estaba la barra del bar, algo sucia y llena de botellas y al fondo estaba la chimenea, una enorme chimenea encendida con un fuego muy cálido y agradable. En el centro del comedor había una mesa muy larga, con dos bancos a ambos lados de ésta.

 
Nos sentamos a cenar cerca de la chimenea. Todo parecía normal, no había nada que nos hiciera sospechar lo que el destino nos deparaba.

El cansancio nos hizo prisioneros y la amable posadera nos acompañó a nuestras habitaciones.

 
Me despedí de mis compañeros hasta la mañana siguiente. Estaba agotado y por una vez en varios días podría dormir sobre un colchón. Deseaba acostarme y cerrar los ojos pero cierta intranquilidad no me permitía conciliar el sueño. Pensé durante un rato.

El cuerpo me dolía, los párpados me pesaban y los ojos me ardían. Finalmente el cansancio venció a la inquietud interior, adentrándome en los dominios del todopoderoso Morpheo.

 
No recuerdo exactamente cuándo ocurrió, pero me desperté sobresaltado al oír gritos y golpes de la habitación de al lado. Me incorporé para ir a ver a mi compañero, pensaba que tenía una cruel pesadilla.

 
Cuando salí de mi habitación, resbalé y caí de espaldas, en el suelo había un liquido pegajoso y caliente, que al fijarme en él, vi que era sangre. Asustado corrí hasta la habitación de mi compañero y cuando entré no le reconocí.

Le habían cortado los brazos y las piernas y los habían esparcido todo por el suelo, mientras que la cabeza estaba sobre la mesa, con la boca llena de los dedos que también le habían mutilado.

 
Salí de la habitación horrorizado. Me detuve un instante para recuperarme de la impresión, cuando observé que las paredes del pasillo, estaban todas salpicadas de sangre y de las lámparas colgaban lo que parecían los intestinos de mis compañeros.

Bajé corriendo al comedor de la posada, y aún me horroricé más, pues uno de mis compañeros estaba colgado de un gancho, mientras que dos hombres fornidos lo destripaban y desollaban, entregándole los órganos y los pedazos de carne que desgarraban a la posadera para que los cocinara y los sirviera de alimento a sus comensales, que impacientes y hambrientos esperaban sentados a lo largo de la mesa de aquel comedor infernal.

 
Lo que os explico ahora es lo único que recuerdo, porque no sé como conseguí salir de aquella aldea de caníbales. Solo recuerdo que desperté en la cama del campamento de entrenamiento y mis superiores esperaban un informe detallado, de lo que les sucedió, al resto de mis compañeros.

 
Liliana Castillo Girona

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