A
primera hora de la mañana la niebla cubría por entero la playa, pero eso no me impedía
hacer mi fresco paseo matutino, siempre envuelto en aquella blanca y densa
capa. Aunque sin compañía humana sí que iba acompañada por los susurros del mar
que con sus plateadas olas rompía el silencio matinal y por el estridente canto
de las gaviotas, que con sus aleteos seguían su rutina diaria, solo para sobrevivir.
Tan
solo hacía dos semanas que me había instalado en la casa de la playa pero
parecía que llevara toda una vida. Como no había mucho que hacer y me aburría paseaba
entre la niebla, esperando que al levantarse y desaparecer, un exótico paisaje se
presentara ante mí.
Aquella
mañana el sonido del mar me hipnotizo más de lo normal y camine hasta que la
niebla desapareció. Evidentemente el paisaje seguía siendo el mismo, a excepción
de una cueva o paso bajo los acantilados que hasta entonces mis ojos no percibieron.
Así pues, emocionada por la aventura y la exploración me dirigí hacia allí,
aunque aquella cueva era un túnel oscuro y frio no permití que el miedo me
nublara el pensamiento y decidí cruzarlo, a ver que me deparaba el destino.
A
medida que avanzaba la luz ganaba terreno y ya supuse que saldría al otro lado
de aquella playa. Me acercaba a su final, cuando de repente las mismas paredes
de la cueva aparecían cubiertas de musgo y de hierba verde y fresca, con un
ligero olor a menta. Aquello me extraño un poco pues tan cerca del mar no solía
crecer aquella vegetación. Realmente era un misterio que se convirtió en magia
cuando salí a la luz.
No
era una playa normal, en lugar de arena la hierba se extendía cual la longitud
del mar y los arboles majestuosos se elevaban para saludar al sol que con sus destellos
dorados cubría el rosado y violeta cielo.
El
agua del mar era verde esmeralda y la espuma de las olas brillaba como la
plata. Atónita por lo que mis ojos contemplaban, seguí explorando.
Sobre
la verde hierba, vivían distribuidas por espacios formando mosaicos de alegres
colores: flores, grandes flores de color rojo, azul y ámbar, permitiendo a las
abejas y mariposas jugar y revolotear entre ellas al compas de las dulces notas
musicales que los pájaros cantaban, escondidos entre las copas de los árboles.
Cuando
contemplaba el mar, aquel extraño mar, veía como de vez en cuando algún pez
dorado o de colores salía a la superficie en un ágil salto entre las olas, para
luego volver a sumergirse; y cuando volvía mis ojos hacia aquella desaparecida
arena, no solo las abejas y las mariposas danzaban bajo la hipnótica melodía aviar,
sino que conejos, liebres y otros habitantes de aquella hierba, saltaban y corrían
para buscar su alimento de cada día.
Estaba
tan emocionada que decidí buscar un espacio para mí y tumbarme a observar aquel
rosado y violeta cielo. Mientras lo observaba aparecieron unas nubes plateadas,
que, esperando a que precipitaran no lo hicieron, con lo cual nunca sabré si
eran gotas de agua o pequeños diamantes, lo que ocultaban.
Se
me hizo tarde y decidí regresar pero no sin antes contemplar nuevamente aquel
misterioso y fantástico paraíso. Pensé en volver al día siguiente y regresé por
el túnel hasta la casa de la playa, esperando que la niebla que siempre me
envolvía en mis frescos paseos matutinos, me despertara a un nuevo día.
Liliana Castillo Girona
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