dijous, 7 de novembre del 2013

EL AUTOBÚS ABANDONADO

Hacía horas que andábamos envueltos en niebla y la humedad se hizo dueña de nuestros cuerpos, dejando que la piel bañada por el sudor y tras demasiadas horas de esfuerzo sin sol ni calor, quedara fría como los témpanos de hielo en invierno.

A veces esta niebla se levantaba en algunos tramos del camino y lográbamos ver el bosque en todo su esplendor, siendo ésta su descripción: “las hojas de los gigantes árboles eran amarillas como el sol y rojas como la sangre, mientras que los troncos eran gruesos y negros como el azabache. El musgo vestía el suelo de los caminos convirtiéndolos en alfombras para nuestros pies, y ya no quedaban flores para oler y admirar ni molestos insectos que matar, pues ya estábamos a finales de otoño y éstos habían muerto o simplemente estaban durmiendo su largo sueño de invierno”.

Habíamos salido a las siete de la mañana y eran ya casi las cinco, faltaba poco para la puesta de sol y fue entonces cuando la niebla desapareció. En cuanto notamos que la humedad ya no invadía nuestra piel, decidimos sentarnos a descansar y comprobar los mapas. No estábamos perdidos, sabíamos que no faltaba mucho para llegar a nuestro destino: un sencillo y acogedor hotel situado en una de las aldeas más antiguas de la zona. Comimos, descansamos y nos concentramos en los mapas. Estábamos a tan solo dos horas del hotel, con suerte llegaríamos cerca de las ocho de la tarde justo para la cena. Nos pusimos nuevamente en marcha.

Más animados, escuchábamos atentos los sonidos de los animales del bosque intentando adivinar de qué especie animal se trataba y así anduvimos distraídos, hasta que el bosque dio paso a un gran claro en cuyo centro y rodeado de espesas enredaderas había un autobús abandonado; los cristales de sus ventanas estaban rotos mientras que el chasis oxidado por el paso del tiempo indicaba sus largos años de soledad y abandono. En cuanto a las puertas solo tenía una doble trasera que habían roto por su mitad para poder salir o entrar y así permanecía. Nos acercamos para ver su interior, solo por curiosidad y aunque estaba destrozado nos gustó y decidimos pasar la noche. Sus asientos eran o habían sido de piel color verde oscuro, lejos de lo que ahora eran, pues estaban rajados, despellejados y rotos. Poco quedaba de aquellos cómodos asientos. El suelo estaba muy sucio, lleno de hojas  y  objetos perdidos o dejados por sus dueños, pero a quien le importaba ya. Encendimos un fuego y sentados alrededor de su calor, permanecimos hasta que el cansancio y el sueño nos vencieron.




Todo parecía tranquilo hasta que noté algo que me tiraba de los pies y me sobresalté, pensaba que mi amigo me gastaba una broma pesada, pero por más que le llamaba éste no despertaba, solo rumoreaba en sueños. Me puse nervioso y me incorporé saliendo fuera para vigilar, hasta que oí unos susurros lejanos llamándome. De repente los arbustos empezaron a moverse sin viento y yo no conseguía ver nada ni a nadie, mientras éstos continuaban con su espeluznante llamada, haciéndose cada vez, más fuertes hasta convertirse en voces infantiles y agudas que lloraban para luego reírse de mí. Me asusté tanto que desperté a mi amigo con brusquedad.
Atentos escuchábamos y observábamos sin que el pánico nos hiciera huir, hasta que unas manos invisibles golpearon el chasis delantero del bus y las carreras fantasmales e infantiles alborotaron las hojas del suelo.


Sin volver la vista hacia atrás corrimos desesperados sin fijarnos en el camino ni la dirección. Nunca nos detuvimos, pues aquellos susurros infantiles y juegos nocturnos de terror, nos siguieron acechando en nuestras oscuras noches.




Liliana Castillo Girona

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada

Aquí pots deixar el teu comentari.