Hacía
horas que andábamos envueltos en niebla y la humedad se hizo dueña de nuestros
cuerpos, dejando que la piel bañada por el sudor y tras demasiadas horas de
esfuerzo sin sol ni calor, quedara fría como los témpanos de hielo en invierno.
A
veces esta niebla se levantaba en algunos tramos del camino y lográbamos ver el
bosque en todo su esplendor, siendo ésta su descripción: “las hojas de los gigantes árboles eran amarillas como el sol y rojas
como la sangre, mientras que los troncos eran gruesos y negros como el
azabache. El musgo vestía el suelo de los caminos convirtiéndolos en alfombras
para nuestros pies, y ya no quedaban flores para oler y admirar ni molestos
insectos que matar, pues ya estábamos a finales de otoño y éstos habían muerto
o simplemente estaban durmiendo su largo sueño de invierno”.
Habíamos
salido a las siete de la mañana y eran ya casi las cinco, faltaba poco para la
puesta de sol y fue entonces cuando la niebla desapareció. En cuanto notamos
que la humedad ya no invadía nuestra piel, decidimos sentarnos a descansar y
comprobar los mapas. No estábamos perdidos, sabíamos que no faltaba mucho para
llegar a nuestro destino: un sencillo y acogedor hotel situado en una de las
aldeas más antiguas de la zona. Comimos, descansamos y nos concentramos en los
mapas. Estábamos a tan solo dos horas del hotel, con suerte llegaríamos cerca
de las ocho de la tarde justo para la cena. Nos pusimos nuevamente en marcha.
Más
animados, escuchábamos atentos los sonidos de los animales del bosque intentando
adivinar de qué especie animal se trataba y así anduvimos distraídos, hasta que
el bosque dio paso a un gran claro en cuyo centro y rodeado de espesas
enredaderas había un autobús abandonado; los cristales de sus ventanas estaban
rotos mientras que el chasis oxidado por el paso del tiempo indicaba sus largos
años de soledad y abandono. En cuanto a las puertas solo tenía una doble
trasera que habían roto por su mitad para poder salir o entrar y así
permanecía. Nos acercamos para ver su interior, solo por curiosidad y aunque
estaba destrozado nos gustó y decidimos pasar la noche. Sus asientos eran o habían
sido de piel color verde oscuro, lejos de lo que ahora eran, pues estaban
rajados, despellejados y rotos. Poco quedaba de aquellos cómodos asientos. El
suelo estaba muy sucio, lleno de hojas
y objetos perdidos o dejados por
sus dueños, pero a quien le importaba ya. Encendimos un fuego y sentados
alrededor de su calor, permanecimos hasta que el cansancio y el sueño nos vencieron.
Todo
parecía tranquilo hasta que noté algo que me tiraba de los pies y me sobresalté,
pensaba que mi amigo me gastaba una broma pesada, pero por más que le llamaba éste
no despertaba, solo rumoreaba en sueños. Me puse nervioso y me incorporé saliendo
fuera para vigilar, hasta que oí unos susurros lejanos llamándome. De repente
los arbustos empezaron a moverse sin viento y yo no conseguía ver nada ni a nadie,
mientras éstos continuaban con su espeluznante llamada, haciéndose cada vez, más
fuertes hasta convertirse en voces infantiles y agudas que lloraban para luego reírse
de mí. Me asusté tanto que desperté a mi amigo con brusquedad.
Atentos
escuchábamos y observábamos sin que el pánico nos hiciera huir, hasta que unas
manos invisibles golpearon el chasis delantero del bus y las carreras fantasmales
e infantiles alborotaron las hojas del suelo.
Sin
volver la vista hacia atrás corrimos desesperados sin fijarnos en el camino ni la
dirección. Nunca nos detuvimos, pues aquellos susurros infantiles y juegos
nocturnos de terror, nos siguieron acechando en nuestras oscuras noches.
Liliana Castillo Girona
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