El
viaje de sus sueños se convirtió en su peor pesadilla, cuando el depósito de gasolina
de su coche, quedó vacío, dejándola sola en medio del sofocante desierto.
Con
una tensa calma, miró a su alrededor, pero sus ojos no lograron alcanzar el
final de las dunas de arena. Quiso llamar con el móvil, pero éste no lograba
alcanzar cobertura. Siendo un móvil de última generación y el más nuevo y
moderno del mercado, resultó ser un aparato, de lo más inútil. Lo único que se
le ocurrió fue permanecer en el coche hasta que alguien la echara de menos y
decidiera salir en su búsqueda.
Por
suerte al cabo de un rato ya no hacia tanto calor. El sol se retiraba para dar
paso a la gélida noche desértica, y, agotada por la trágica situación del
momento, se dejó vencer por el sueño.
La
luz del sol la despertó y al ver que ya llevaba horas allí sin ver a nadie más,
empezó a asustarse. Sabía que el calor diurno seria asfixiante y sin agua no lograría
sobrevivir. Tan solo había recorrido unos cinco kilómetros con el coche, lo
justo para llegar extenuada pero viva, hasta el hotel. Sin pensarlo dos veces,
cogió algunos enseres suyos, y empezó a caminar.
Andar
por la arena del desierto resultaba agotador y no llevaba ni una hora. Los pies
se le hundían y le entraba arena dentro de los zapatos. Le molestaban las
plantas de los pies, le quemaban. La arena se convertía en brasas por culpa del
calor abrasador del sol, y el esfuerzo de andar sobre ésta, le hacía sudar
copiosamente, casi hasta el punto de deshidratación.
Andaba
sin parar y no llegaba nunca. Sus cansados ojos empezaban a jugarle malas
pasadas, veía cosas: luces extrañas, personas deformes, monstruos. Su imaginación
desquiciada y la potente luz del sol, le estaban volviendo loca. Lo único que
lograba distinguir eran las huellas del coche a su lado, mientras el desierto
la rodeaba y asfixiaba sin compasión.
De
repente un furioso viento se levanto, moviendo y desplazando la arena a su
antojo.
Se
tumbó en el suelo con la cabeza hacia abajo protegida por los brazos. El viento
rugía con furia, su voz retumbaba las invisibles paredes del desierto, azotando
a cualquier criatura que habitase o se encontrase en ese infierno.
Ella
permanecía tumbada, temblando y chillando sin que nadie la oyera. La arena le invadía
los orificios de su cara, le entraba por la nariz, la boca, las orejas. Sentía nauseas
y notó, que un ligero sabor a sangre le corría veloz por su garganta seca y
agrietada: vomitó.
Cuando
el viento ceso, el paisaje había cambiado completamente y las huellas del coche,
ya no estaban. Las lágrimas de desesperación le irritaban los ojos, no obstante
fue su propio terror el que vislumbró unas tiendas, en lo alto de una de las
dunas.
Sin
pensarlo se incorporó, dirigiéndose hacia allí. A punto de perder las fuerzas
por culpa de la arena y el implacable sol, alguien salió a recibirla. Estaba a
salvo.
Liliana Castillo Girona
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