Eran
las cinco de la madrugada cuando embarcábamos hacia la Isla de Plata. Era una
isla extraña con un castillo en su centro cuya estructura lanzaba brillantes
destellos de plata, y por las noches. . ., cuando la luna alcanzaba su máximo
esplendor, mostraba su reflejo de Dama en las plateadas paredes, convirtiendo
en piedra a aquellos que se atrevían a mirarla, desafiando a su malvada
belleza.
Allí íbamos. . ., no solo por curiosidad sino también para
descansar, pues el palacio contaba con todos los lujos y comodidades jamás
soñados. Todo en su interior era mágico, además de sanar las enfermedades, el
tiempo detenía su avance, impidiendo que la vejez hiciera su aparición.
Viajábamos
en una embarcación no demasiado grande y con aspecto antiguo; de otra época. Era
sólida y con las necesidades básicas cubiertas.
La
cocina aunque no fuese de cinco
estrellas, estaba limpia y completa, proporcionando al cocinero todo lo
necesario para saciar nuestro apetito.
En
cuanto a los camarotes, eran sencillos: con una cama, un armario y lavabo con
ducha. Lo justo y necesario para nuestra higiene diaria. Y siguiendo en el
interior del barco, nos queda el gran salón comedor, que sin ser de lujo, nos
regalaba agradables momentos de distracción y tertulias durante las comidas escuchando
los relatos de innumerables viajes y fantásticas aventuras, vividas por nuestro
Anfitrión: el Capitán.
Por
último estaba la cubierta sin piscina ni solárium, pero la zona más visitada de
todas, pues siempre había alguien paseando en ella.
Todo empezó a los dos días de navegar. El barco iba
viento en popa cuando el capitán nos avisó por el altavoz que teníamos que
ponernos los salvavidas y agruparnos en una zona segura, pues una tormenta muy
potente, conocida como tormenta blanca, se acercaba.
El
mar se oscureció, del azul turquesa cambió al gris oscuro y siguió así hasta
que enfureció.
Al
principio las olas dibujaban tirabuzones sobre el agua al romperse, pero luego crecieron,
elevándose por encima del barco y balanceándolo a su voluntad.
Mientras.
. ., nosotros caíamos continuamente, intentábamos sujetarnos a lo que fuera
pero la fuerza bruta del mar, nos lanzaba de un lado a otro, golpeándonos
contra las paredes del barco.
El
viento, eterno aliado de esas enormes olas, lanzaba su látigo sin tregua contra
el mar provocando aún más su ya desatada furia mientras la lluvia se desplomaba
desproporcionada y torrencial. Aquello era un “infierno acuático”. Cuando creímos
morir, las olas se fueron calmando y el
viento dejó de soplar.
Tímidamente,
el sol empezó a asomar.
Por suerte ninguno sufrió graves heridas, solo golpes,
mareos, desmayos y alguna crisis
nerviosa. Nada que un buen trago de Ron, no repara.
Tras esa tormenta los días que siguieron
transcurrieron con relativa calma. Algunos eran muy calurosos, entonces el
barco anclaba para que aquellos que lo desearan, pudiesen refrescar su piel en
las cristalinas aguas color turquesa que el desenfadado mar altruistamente
ofrecía. Había otros días en que sus aguas se confundían con el cielo, pues
solo reinaba un color: el gris de la nostalgia y la fatiga. Otros días quedábamos
ocultos tras la niebla que siempre espesa, siempre blanca, nos envolvía con
suavidad en sus misterios. En cambio cuando llegaba la noche, era el negro su único
acompañante, que, gobernando en el reino del silencio y la tensa calma, sus
aguas desaparecían confundiéndose con las brillantes estrellas del cielo.
Y así los días y las noches, pasaban. . .
Hasta que un nuevo aviso del capitán nos puso en
alerta. Faltaba poco para llegar a la Isla de Plata.Lo
que vimos, nos impresionó. El majestuoso castillo se elevaba sobre las aguas
lanzando brillantes destellos de plata.
Pero había algo extraño. En un lado de las rocas del
acantilado había una cara; era rara y muy grotesca. Sorprendidos, dejamos de
mirar el castillo de plata para fijarnos en aquella cara. Ya estábamos muy
cerca y el miedo se apoderó de nosotros cuando la grotesca cara se convirtió en
una horrible calavera, que lanzaba dos enormes lenguas, una a cada lado de la
isla, agitando violentamente las aguas.
De
repente el barco se detuvo virando hacia el otro lado de la isla, pues la
calavera no permitía pasar. Fue algo muy raro, la playa donde atracamos era
tranquila y no había ningún rastro de aquella monstruosa forma. Por unos momentos
todos olvidamos lo sucedido al ver la blanca arena de la playa.
Nos despedimos del capitán y abandonamos el barco.
Cuando nos dirigíamos hacia el castillo de plata,
oímos un golpe tremendo contra el barco, nos giramos y con horror una de las
lenguas de la calavera lo envolvió, lanzándolo contra las rocas del acantilado,
destrozándolo.
Llenos de horror corrimos hacia el castillo pero
nuestros pies eran pesados y no podíamos avanzar. Era como si la arena de la
playa quisiera tragarnos. Con la cara congestionada por el terror vi como los
demás pasajeros desaparecían bajo los blancos granos de arena. Y esa fue mi última
gran visión, ya no era el mar que se confundía con el cielo, sino que eran mis
lágrimas de desesperación las que se confundían con la arena mientras ésta me engullía,
para alimentar a la Isla de Plata.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada
Aquí pots deixar el teu comentari.